martes, 1 de octubre de 2013

Primeros dos Capítulos de "El Asesino del Tiempo"

Aquí los dos primeros capítulos de la segunda entrega de la saga, dentro de poco subiré el enlace del ebook. ¡Espero lo disfruten! :)






Ian y Licer
2

El Asesino del Tiempo







A Susana Hubeid,
que una vez hace más de diez años
sólo tuvo que decirme “deberías escribir”
y todo comenzó.












































Prologo


Tan sólo tres antorchas iluminaban el amplio Templo, todo estaba en silencio...
Sólo llegaron a escucharse los furtivos pasos de la persona que la había citado con tanto empeño allí.
Se acercó lentamente, se quitó la capucha dejando relucir la piel negra de su rostro y los brillantes ojos violáceos que le sonrieron agradecidos.
Nelka, reina de Xínef, devolvió el gesto, le estrechó la mano e hizo una reverencia. No tenían mucho tiempo, aunque sus Hechiceros de confianza vigilaran la entrada del Templo, era un lugar muy concurrido en esa época... y si alguien encontraba a su acompañante se desataría el infierno.
–¿Qué es lo que querías decirme?
Raciel fue al recinto –contestó rápido sorprendiendo a la Reina–. Hicimos un contrato, la Maldición fue puesta.  Y esto es lo que te propongo: deja que las cosas sigan su curso, él no se detendrá ni por nada ni por nadie, pero nosotras podemos frenarlo con tiempo y magia bien empleada.
–¿Raciel? ¿Él qué...? no es posible… él nunca haría… él va a...
–A poner en peligro al mundo si no lo detenemos ahora –concluyó Metra–. El juego está en movimiento, amiga, el Asesino despertará pronto...


































Capitulo 1

EL JÓVEN INMORTAL


Calles grises como el cielo que las observaba, ni una sola planta; los árboles que quedaban eran restos de aquellos enormes y orgullosos robles verdes, sólo quedaban vestigios de leña quemada y raíces muertas. La poca gente que caminaba por las destruidas veredas se movía rápidamente, sin sonrisas, sin saludar a los demás, desconfiando del que tenían al lado. Todos portaban un arma, no importaba el tipo, portaban un arma de fuego…
Los altos edificios, una vez el orgullo de aquella ciudad, ahora eran ruinas, recuerdo de devastadoras explosiones que se llevaron cientos de vidas. Solo servían para proveer un pobre y asqueroso refugio a quienes las bombas habían dejado sin hogares. Las grandes empresas se habían desmoronado, todo era un solo escombro, una ciudad fantasma... sólo los lugares en donde los refugiados permanecían estaban llenos de movimiento.
Entre los mancos, los tuertos, los locos, los paranoicos, los ancianos, los niños con quemaduras, las viudas que en años no se desprendían de su luto, entre toda aquella miseria y horror… caminaba un muchacho. Un jovencito que no aparentaba más de 20 años, el cabello castaño, los ojos verdes bien grandes, gran estatura y un esbelto cuerpo típico de soldado; vistiendo unos jeans muy viejos rotos en las rodillas, una remera negra que le quedaba algo apretada y unas zapatillas que en alguna época habrían sido blancas. Ya tenía su fama, lo conocían los pocos que quedaban, ese lindo rostro no se veía en todas partes, y mucho menos cuando era el único que llamaba la atención en toda la despedazada ciudad. Llevaba en ambos brazos grandes bolsas de papel madera, volvía del mercado con los víveres para lo que quedaba de la semana. El precario mercado se formaba en las calles una vez cada dos semanas; no se pagaba con dinero siempre, los mercaderes aceptaban trueques de todo tipo. Eran pocos los que podían entregar dinero, en mayoría soldados retirados y condecorados.  
–¡¡Licer!! –llamaron un par de niños acercándose rápidamente al joven de ojos verdes.
Tan rápido como la silla de ruedas y las muletas les permitían, ambos pequeños quedaron frente al muchacho jadeando por el esfuerzo de recibirlo a tal velocidad. Uno de piel negra, sentado en la silla de ruedas usaba un parche de vendas en el ojo izquierdo, recuerdo del primer bombardeo al igual que sus piernas condenadas a la invalidez; el otro, rubio y demasiado blanco había adoptado para el resto de su vida la mitad de una máscara de las tortugas ninjas, para cubrir su lado derecho.
–Buenos días, vaya que despertaron temprano hoy–rió el muchacho dejando las bolsas en el piso para estrechar las manos de los sonrientes niños.
–¿Qué compraste? –preguntó el rubio ojeando como podía las bolsas.
–Pues... –rió mientras hurgaba en una de las bolsas, para luego sacar un par de chupetines rojos–. Estos, para cada uno.
Si caía la bomba definitiva en ese momento y arrasaba con todo, aquellos niños hubieran muerto más que felices, ¿hacía cuántos años que no veían una golosina? Un chupetín de frutilla para cada uno, casi les daba miedo comérselos, ¡no podían creer que fueran de verdad!
–Tengo más –se adelantó Licer adivinando lo que pensaban–. Pero no ahora, vayan mañana a la casa y les daré chocolates.
–¿Bromeas? –exclamó el niño negro fascinado– ¿Cómo le hiciste para conseguirlos?
–¡Ah! Eso es un secreto –rió, tomó las bolsas y continuó su camino.
Desde las ventanas de las casas que rodeaban la vereda, algunas madres y padres observaban la escena, ese chico en verdad que era una bendición, no sabían cómo demonios conseguía las golosinas que les regalaba a todos los niños del refugio, o cómo le hacía para estar siempre tan contento considerando el lugar donde vivía. El misterio más grande era por qué no tenía ninguna cicatriz a la vista, sabían muy bien que había sido soldado en los primeros años de la guerra, y sabían por demás también que había regresado a casa con las condecoraciones más altas... pero su juventud y salud eran un completo misterio. Pasaban los años y el cuerpo de joven jamás desaparecía, algunos creían que durante la guerra había sido víctima de un experimento que no le permitía envejecer, otros creían que moriría dentro de poco o que estaba enfermo. Pero siempre, fuera cual fuera la teoría, lo querían demasiado, más sus pobres y desdichados hijos que sonreían después de verlo, después de apenas intercambiar unas palabras, después de recibir una preciada golosina.
Licer caminó unas cuantas cuadras en donde no había casas, solo baldíos llenos de cabezas de misiles, cartuchos de balas, pistolas, metralletas y otras armas en desuso, todas arruinadas, estaba demasiado acostumbrado a pasar por allí como para sorprenderse por algo nuevo o algo que no estuviera en su lugar.
 Después de darle un buen pedazo de carne a un par de perros de tres patas, continuó su camino. Se detuvo frente a la casa más llamativa de todo el barrio, no sólo porque estuviera sorprendentemente conservada, sino también por el estilo de arquitectura japonesa; barriendo la senda de madera se encontraba un anciano de cabellos blancos, rasgos orientales, vestido con un kimono verde, sus bigotes y su barba estaban más cortos ese día, sus cansados ojos no solo por la vejez siempre estaban contentos, la gente lo creía el abuelo de Licer por este detalle.
–Ohayo Gozaimasu, Hiro–donno –saludó Licer sonriente apoyándose en el barandal verde que rodeaba la casa.
–¡¡Ah!! ¡Licer! Ohayo –exclamó el anciano acercándose a la cerca.
Hiro, un anciano japonés, vivía en el refugio hacia ya veinte años, se concentraba más en conservar impecable su casa que en protegerse de la guerra. Era un hombre muy simpático, hablaba a la perfección cinco idiomas; en su época de joven había sido todo un hombre de mundo, por lo que no era de extrañarse el que fuera tan dotado de idiomas complicados. Sin embargo, tenía esa fascinación con decir ciertas palabras en su lengua natal cuando se encontraba en la presencia de aquel muchacho que simpatizaba con él, cuando nadie más quería siquiera intentarlo.
–¿Haciendo las diligencias? –continuó Hiro examinando las bolsas.
–Ajá. ¿Necesita ayuda con la limpieza hoy también?
–Hai, pero tú estás más ocupado con otros cuatro ancianos más molestos que yo. ¿Estás seguro de no necesitar mi ayuda?
–Puedo con ellos.
–¿Segurísimo? –insistió mirándolo fijamente con los estirados ojos muy de cerca.
–Hai, arigato Hiro-donno –rió Licer marchándose–. Lo veré mañana.
Tan sólo dos cuadras más, y llegó a estar frente a una enorme mansión, desgastada por los años, pero si uno escarbaba en su historia podía darse cuenta de la gran familia que años atrás había vivido allí. Licer suspiró mientras franqueaba los grandes y destruidos portones, las rejas dobladas por el calor de una bomba que había golpeado el centro de la ciudad. Cuatro pisos de madera y mármol completamente deteriorados por el fuego, los gases, el tiempo y algunas magulladuras que las balas y los garrotazos podían dejar. Si acaso se la viera desde el aire, podría apreciarse la fosa que había dejado el viejo y ya seco lago.
Licer llegó al pórtico, después de haber recorrido un camino de pasto reseco y chamuscado, toda una alfombra negra que alguna vez había sido verde adornaba los alrededores de la mansión. Miró el pobre pórtico, era simplemente la entrada a una casa embrujada según todos decían. Metió la llave en la cerradura, giró dos veces y después de un empujón de todos los días consiguió entrar en la casa; cerró tras de si la puerta, atravesó una sala que dentro de todo estaba muy bien conservada, amplios sillones y alfombras que luchaban constantemente contra el polvo y la humedad.
Licer pasó a una antigua cocina, colocó las bolsas en la mesada de azulejos manchados y rotos, y empezó a separar lo que debía ir en la alacena y lo que debía ir en la heladera. Una vez todo listo regresó a la sala, allí se dejó caer sobre el sillón más grande, al voltearse observó el techo, una vez, en lugar de ese pobre foco que no tenía potencia para alumbrar la habitación, una vez había ocupado ese lugar una gloriosa araña dorada que proporcionaba luz suficiente para la sala y mucho más.
Licer no podía entenderse a sí mismo, en las últimas semanas empezaba a sentir una melancolía y una nostalgia que hacía cincuenta años no lo atacaban. Hace cinco décadas las cosas parecían estar mejor, aún cuando el regresar a la Tierra lo llenaba de tristeza, a pesar de que sus amigos habían corrido a recibirlo, a pesar de que su madre adoptiva se había desplomado en lágrimas de felicidad en sus brazos, a pesar de que todos estaban felices de tenerlo de regreso, a pesar de que le habían ofrecido un lugar en donde quedarse sin tener que pagar nada, sin tener que trabajar, sólo con su presencia era suficiente para los demás. Sí, a pesar de todo el regresar a la Tierra jamás lo había llenado de felicidad como a los demás... el regresar a la Tierra se había convertido en su pesadilla realizada cuando la Tercera Guerra Mundial dio inicio... había regresado de tantas batallas para enfrentarse a las peores. Para tener que pelear con armas de fuego, lanzar bombas, pilotear aviones de batalla, para ver a cientos de personas morir en un abrir y cerrar de ojos, para eso no había querido regresar, supuestamente era para salvar lo poco que quedaba del planeta, pero sólo había regresado para ver consumirse todo lo que amaba de la Tierra.
¿Regresado? Licer no era un humano, no, nada de eso, la palabra y la especie ni se acercaban a lo que era, era oriundo de una tierra lejana, de un planeta que ni en los cuentos de hadas alguien podría imaginar, no... él era un Fénix.. Había regresado del planeta Lang, cincuenta años atrás, después de librar batallas increíbles, después de conocerse a sí mismo como un Príncipe, después de conocer la pasión, el horror, el valor, el amor, la familia, la amistad... la hermandad, después de dejar a un hermano como Rey en un trono que significaba la más grande de las responsabilidades. Había regresado a pesar de los desprecios de su hermano, de las súplicas de los verdaderos amigos que había conocido, aún así había regresado con la vaga y casi inexistente esperanza de poder cambiar las cosas, de ver el planeta en el que había crecido como Lang... todas eran falsas esperanzas. A veces se preguntaba si en verdad había vivido todo eso, si en verdad Lang existía, si en verdad los Fénix, los Atlantes y los Dragones eran reales, si en verdad había atravesado lugares en donde el suelo bajo sus pies desaparecía, si en verdad había peleado a capa y espada por una ciudad magnifica; todo parecía tan lejano y a la vez tan irreal... pero con sólo verse al espejo se daba cuenta de que era cierto...
–Licer –llamó una mujer bajando temblorosa las enormes escaleras que daban a la sala. Una anciana, sus cabellos que una vez habían sido negros, ahora eran blancos, los pocos que quedaban. Su piel se había arrugado, su cara estaba demacrada, su figura se había desvanecido por completo.
–¡Mamá! –exclamó levantándose de un salto y corriendo a ayudarla–. ¡No debes estar levantada! ¿Acaso no recuerdas lo que te dijo el doctor?
–¡Bah! –rió la anciana moviendo la mano que luego el joven tomó para ayudarla a bajar–. ¡Estoy en perfectas condiciones! Además los médicos no saben nada. Mi novela es más importante en este momento.
Licer la llevó hasta el sillón en donde antes estuviera descansando, arrugando aún más su camisón blanco la mujer se sentó en el sofá, tomó el control remoto del televisor y se dedicó a ver su programa preferido. Licer suspiró resignado, ella nunca cambiaría... era increíble pensar que esa era la muchacha alegre y jovial que lo había adoptado tantos años atrás. Ya no era esa hermosa joven que siempre lo había reprendido, ahora era una viejita a quien él debía reprender.
Aburrido de tanto griterío en la televisión, Licer se levantó del sofá y viendo la cercana hora del almuerzo se dirigió a la cocina para preparar la comida de todos; juraba que ninguna batalla en la que se hubiera encontrado podía igualar al dilema de preparar un almuerzo que gustara a todos, más aún si cada uno tenía problemas con las mil y un proteínas y demás. Estaba cansado de los vegetales, no era precisamente un chico muy dedicado a convertirse en vegetariano, odiaba cualquier tipo de verdura, y en las últimas semanas era lo único que podía preparar para complacer a los demás.
Colocó agua en una olla y la puso a hervir, empezó a pelar varias papas, mientras que de rato en rato se dirigía a la alacena y sacaba un pisa papas, a la heladera para sacar la leche y la carne molida. Ahora, las bebidas, las pastillas que había que darle a cada uno... y... y... ¿y? ¿Qué más debía hacer?
–Ahh –gruñó rascándose la cabeza–. Maldita memoria de pez. 
Quizás su mente era un inmenso almacén de recuerdos que podía revisar cuando quisiera, pero para las tareas que debía realizar día a día en la Tierra parecía tener una traba mental. Su propio cerebro lo mortificaba olvidándose deliberadamente de ciertas cosas insignificantes que en otro planeta (digamos Lang) se acordaría sin problemas.
Visto y considerando que habría quejas, haría algo que agradaba a todos pero en especial a él... repudiaba el hecho de tener que hervir todo lo que fueran a comer, pero a esas alturas era demasiado difícil saber qué estaba infectado y qué no.
–¿Qué vas a cocinar? –preguntó Melisa desde la sala.
–Pastel de papa, ¿está bien para ti? –contestó algo esperanzado de recibir una respuesta positiva.
–Sí, creo que sí.
Podía decir que era la persona con más padres en la historia, y en ese momento tenía a dos pares de ellos viviendo en la mansión. Sus primeros padres adoptivos y los segundos… cosa que sonaba bastante extraña.
De repente el sonido del teléfono –ese aparato con el que muy pocos aún podían contar- lo arrancó de sus pensamientos, ese molesto sonido cuyo tono era el de la canción de la amistad, era insoportable, había intentado cambiarlo varias veces, pero había más resistencia contra eso que en la frontera de la ciudad contra los extranjeros. De muy mala gana se puso de pie y caminó los pocos pasos que lo separaban del teléfono inalámbrico pegado en la pared.
–Hola –dijo sin ánimos, la depresión que odiaba estaba regresando bajo su consentimiento.
–¡¡Licer!! –exclamó la voz del señor Hiro– ¡¡Debes venir de inmediato!! ¡¡Por favor, date prisa!!
–¿Qué pasa? ¿Hiro? ¡¿Hiro?!
La comunicación se había cortado. Más que preocupado, salió rápidamente de la mansión sin decir una sola palabra a Melisa. De no ser por el pánico que se regeneraba en la ciudad, cualquiera se hubiera quedado boquiabierto al ver pasar a ese muchacho, esa velocidad no podía ser normal ni siquiera en un corredor profesional.
A lo lejos, consiguió ver lo que ocurría en las puertas de la casa del japonés, varios soldados con máscaras de gas y armados, intentaban pasar sobre Hiro, varios vecinos se habían reunido junto a éste para defenderlo. Uno de los soldados levantó la escopeta para golpear con la culata a uno de los hombres más viejos, cuando de pronto el arma fue detenida antes de tocar a su víctima, asombrados, tanto los soldados como las demás personas, observaron impresionados a Licer sosteniendo con una mano el arma.
De un simple movimiento de muñeca consiguió torcer el brazo del soldado, quien con un grito de dolor soltó el arma y cayó al piso sujetando el miembro lastimado.
–¿Están todos bien? –preguntó mirando por el rabillo del ojo a los demás.
–Hai –dijo Hiro temblando de pies a cabeza–. Estamos todos bien...
–¿Qué demonios pasa ahora? –exclamó furioso observando amenazante a los demás soldados.
–El… el... el… –tartamudeó uno de los hombres sin poder recuperarse del reciente susto que el mocoso les había dado–. El señor Miyamoto tiene en su poder químicos que el gobierno solicita retenerle... debido a la resistencia y agresividad contra los oficiales, procedemos a retirar de esta residencia los químicos antes mencionados.
–¡¡Miente!! –exclamó Hiro señalando desde el fondo–. Los químicos son de mi propiedad, si el gobierno quiere químicos que los consigan por ellos mismos, ¡pero no vengan a molestar a un pobre anciano!
El silencio de los soldados le decía todo a Licer, no buscaban químicos… no era por eso. Era una malísima excusa para encontrar algo, ridículo quizás, pero encontrar algo que pudiera permitirles arrestar al anciano limpiamente. Incluso las personas que nunca habían querido acercarse al viejo japonés estaban dispuestas a defenderlo, después de todo, la indignación era mutua, pero cuando los soldados esgrimieron las armas, todos se lanzaron al suelo cubriéndose las cabezas y temblando de pies a cabeza, sólo Licer permaneció de pie.
–¡¡Muévete muchacho!! –exclamó uno de los hombres apuntándole con la ametralladora.
–No lo haré. Lárguense de aquí inmediatamente, el señor Miyamoto no retiene nada que el gobierno esté en derecho de reclamar, así que, cumplido su deber será mejor que se vayan.
–Mátenlo –sentenció el oficial junto a su compañero–. Todo aquel que se resista sufrirá las consecuencias. ¡He dicho que lo maten! –exclamó al ver que sus soldados dudaban– ¡Ahora! Malditos inútiles, ¡sigan dudando y ustedes tomaran su lugar!
Antes de que el oficial continuara amenazando y gritando a los cuatro vientos, con una velocidad que se hubiera creído de películas, Licer se encontraba enfrente del hombre, se inclinó un poco y de un solo golpe de gancho lo derribó arrancándole la máscara de gas; una vez derribado el sargento se encargó con igual velocidad y fuerza de los soldados, de un solo movimiento torció el brazo de uno hacia atrás obligándolo a soltar el arma, y lo golpeó en la nuca dejándolo inconsciente; tomando el arma se dio vuelta con agilidad y estuvo así frente a frente apuntándose con el último de los que quedaban en pie. El hombre respiraba agitado por la sorpresa y el impacto de ver caer a sus compañeros tan rápido, mientras que el muchacho causante de todo eso le apuntaba con la mirada fija y sin una sola gota de sudor en su cuerpo después de todo lo que había hecho.
–Están mintiendo ¿verdad? –preguntó al hombre tembloroso frente a él–. No intentan entrar a la casa por esa tontería de los químicos, sino para ver si él es el asesino.
–Todo apunta a él –contestó inseguro–, la guerra no terminará hasta que esa persona aparezca.
–¡Ay por favor! ¡La guerra no empezó por eso! Sino... –se interrumpió al sentir una pistola en su espalda.
–Pero la guerra empeora cada día por ese maldito asesino –dijo el oficial que había quedado en un principio tendido en el suelo–. Suelta el arma, Milanovi, sí, sé quién eres.
–Y yo quién es usted, sargento Gómez. ¿Por qué hace esto? Lo conozco de batallas y no es hombre de traición.
–Pero sí de vida, quiero vivir y terminar con esto, y si por ello debemos saquear todo el refugio ¡brindo por ello! Ahora, no me hagas perder más el tiempo, ¡suelta el arma o me veré obligado a dispararte!
–Dispare.
El arma en su espalda tembló un poco, pero luego el pulso de quien antes había sido su compañero y sargento de guerra se tranquilizó, fue rígido, sin dudas... el sonido estridente del disparo arrancó varios gritos en el refugio. Licer no sintió más que un frío atravesando todo su cuerpo, curiosamente ya lo había sentido antes, esa sensación helada que comienza en donde te han herido y luego se extiende por todo el cuerpo; la vista se le nubló y las piernas se vencieron bajo el peso de su cuerpo que perdía fuerzas, cayó al suelo tiñéndolo de sangre, no había dolor, no había nada, ¿otra vez? Por un momento no entendía en dónde estaba, por un momento no se encontraba en esa calle rodeado por los gritos de pánico de las personas temerosas que se acercaban a su lado bañados en lágrimas y llenos de odio hacia sus agresores, no, veía muchos rostros que le miraban con miedo y tristeza, no estaba boca abajo, sino mirando el rostro de un muchacho de cabellos negros y ojos tan celestes como el cielo de ese hermoso planeta.

Eres un idiota… tenías que abandonarme otra vez...

Todos se reunieron alrededor del cuerpo sin vida del pobre chico, aun los mismos soldados se veían decepcionados de la decisión de su sargento, se quitaron las máscaras y bajaron las cabezas en señal de pesar, mientras que las mujeres lloraban y los hombres intentaban no matar a golpes a los militares. Hiro depositó la mano de Licer en el pecho de este y se puso de pie.
–¡¡Malditos animales!! ¡¡Sólo era un muchacho!! ¡¡Un pobre muchacho que a diferencia de ustedes nos defendía!! ¡¿Cómo fueron capaces de matarlo?!
–El deber está por encima de este tipo de cosas –fue la respuesta del sargento Gómez.
–Te voy a decir un par de verdades sobre el deber, ¡¡OH Dios mío!!
Se vieron gritando y alejándose del cuerpo del muchacho, ya que éste se había entendido en llamas ¡toda una hoguera se estaba alimentando de los restos de Licer! Rápidamente la gente se puso en acción, no importaba que fuera una maniobra sucia de los soldados, tenían que salvar lo que quedaba de ese buen chico. De un golpe de hacha consiguieron abrir un hidrante, éste se abrió con la enorme y alta erupción de agua que proporcionó una enorme lluvia sobre todos ellos y la hoguera; sin embargo, por más que chorros y chorros de agua caían sobre el fuego ¡no se apagaba! La desesperación recorrió a cada una de las personas presentes, ¡parecía que no había forma de que el fuego se apagara aún con tanta agua que le caía! Pero luego, por lo que fuera, el fuego cesó y sólo quedaron cenizas, las cuales comenzaron a levantarse en un pequeño tornado de viento cuyo aire no llegaba a tocar a los demás. Las cenizas iban pegándose en un molde invisible, en una figura humana, ¡en la figura de un hombre! Cuando toda la figura negra estuvo completa una luz roja brilló cegadora, sólo cuando recobraron la vista algunos procedieron a desmayarse al ver a Licer de pie frente a ellos. Boquiabiertos y a punto de entrar en shock lo vieron acercarse a Hiro y quitarle el abrigo que llevaba encima para ponérselo y así cubrir su desnudo cuerpo. Sin decir nada extendió la mano derecha hacia los soldados, la punta de cada dedo brillo, los hombres lanzaron un grito inesperado al sentir cómo sus armas ardían, las ametralladoras y pistolas cayeron al piso derritiéndose lentamente como si lava caliente las hubiera bañado.
–Puedo asegurarles que el señor Miyamoto no es el hombre que buscan –dijo mirando fijamente a Gómez–. Ya lárguense, tiene mi palabra de que si conociera al responsable lo entregaría, no es el único que está harto de todo esto.
No hubo comentario de los militares al emprender la retirada, simplemente se subieron en su jeep y a toda velocidad se alejaron del refugio, Licer los siguió con la mirada. Luego se acercó a la tapa del hidrante que había sido arrancada, nadie podía tener semejante fuerza como para contener con esa tapa la presión de aquella cantidad de agua, sin embargo, Licer, como si tan solo fuera el chorro de una manguera tapó la salida de agua y colocándole ambas manos alrededor la selló derritiendo quién sabe cómo los bordes.
Suspiró y se encaminó hacia la mansión, seguido por las miradas de todos los asustados e impresionados civiles, podía imaginarse la cantidad de rumores que nacerían al día siguiente, había cometido un error muy grande al desafiar los escrúpulos del sargento; ahora había mostrado a todo el refugio algo demasiado particular de su persona... ¿cómo explicaría a los demás el hecho de que era inmortal? Quizás eso aclararía muchas dudas sobre su edad y apariencia joven, pero no evitaría que lo miraran con extrañeza.
Terminó por llegar corriendo a la mansión, subió a saltos las escaleras, corrió por el pasillo y entró en su habitación, se apoyó de espaldas a la puerta y se deslizó lentamente por esta hasta estar sentado en la alfombra, se frotó cansado la frente para luego abrazar sus rodillas. Melisa golpeó la puerta llamándolo preocupada, pero él no le contestó, además de la confusión y la tristeza en su mente había algo que le impedía prestarle atención a la mujer que sollozaba del otro lado de la puerta. Sentía ese calor tan acogedor recorrer su torrente sanguíneo, sentía esas cosquillas en los dedos, se miró las manos, el poder ya bailaba en ellas... ¿por qué le sorprendía? No era la primera vez que moría, y sabía muy bien que en su caso en particular, cada vez que resucitaba se sentía más fuerte, más hábil, mucho mejor que antes...
Escuchó ruidos en su ventana, alguien estaba trepando por las maderas desvencijadas, ya podía imaginarse quién era, más aun después de lo sucedido minutos atrás. Colgándose por el alfeizar entró una muchacha de cabello negro, ojos claros, muy blanca, toda vestida en cuero negro, con aros por todo el cuerpo, los ojos pintados de que contrastaban de forma escalofriante con sus orbes claras y su piel de leche. Una vez de pie frente a la ventana observó al chico contra la puerta y sonrió, Giselle.
Ella se había convertido en una amiga muy necesaria, la única a la que le había confiado su secreto. Giselle seguía el estereotipo casi extinto en esos días de “gótica”, por lo que Licer no estaba seguro si le había creído o no su relato.
–Vi lo que pasó –dijo ella sacando un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta de cuero, se lo llevó a la boca– ¿Me haces el favor?
Licer extendió una mano hacia ella y una flama apareció frente al cigarrillo, de esta forma Giselle empezó a fumar mientras se paseaba por la habitación, en todo momento observando al muchacho sentado en el piso, ya lo había visto así antes, pero en esa ocasión tenía la sensación de que llevarlo a la cama no resolvería el problema, dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventana; caminó hasta Licer y se sentó a su lado, pasó un brazo por encima de sus hombros hasta que su mano encontró los cabellos castaños, empujó hasta que la cabeza del chico estuvo recostada en su hombro izquierdo. Licer ni se dio cuenta cuando Giselle lo tenía arrullando como si fuera un niño, abrazándolo por completo y con su cabeza descansando en su pecho. Miró las manos blancas que reposaban en su hombro, la campera se había corrido un poco dejando al descubierto ciertas marcas en los antebrazos.
–¿Por qué lo haces? –preguntó acariciándole la piel pálida.
–No lo sé, sencillamente ya no puedo parar –contestó ella un poco avergonzada, Licer era la última persona a quien le hubiera mostrado esas marcas.
–Gi, detesto que lo hagas, ¡y lo sabes! –exclamó levantándose para mirarla–. ¡Odio que lo hagas y lo sigues haciendo! ¿Por qué?
–Ya te dije que no me puedo detener, por algo se llama adicción ¿si? –se defendió sin enfurecerse–. No te enojes conmigo, mañana, pero ahora me necesitas, no te puedes enojar...
–¡No! ¡Si me enojo es porque te haces daño! ¡Estás enferma y sigues drogándote! ¿Qué te dijo el médico? –empezaba a hartarle el hecho de tener que recordarle a más de dos personas lo que sus médicos les decían.
–Fui a verlo ayer, y dice que soy un fucking milagro.
–No hables así.
–¿No te gusta la onda?
–Para nada, ¿qué te dijo el médico? ¿Cómo que eres un milagro?
–Ajá, me inyecté ayer antes de ir, crisis emocional no preguntes –se apresuró a aclarar–. Me tomó muestras de sangre y esas cosas raras, ¿quieres saber el diagnóstico? –Licer asintió preocupado–. Estoy sana, tan sana como tú, pajarito.
–¡Eso es imposible! Gi, deberías ver a otro médico, no es por malo pero convengamos que el SIDA no desaparece de un día para el otro.
–Lo sé, pero no todas las personas enfermas tienen la suerte de tener a un Fénix en sus camas ¿no?
Licer se sonrojó, estaba más que claro lo que hacían, no era una novedad para nadie el que ambos fueran amantes, pero el muchacho solía tener ese pudor cuando se trataba de hablarlo, prefería que sucediera y recordarlo por si solo antes que Gi se dedicara a platicarlo. Sin embargo pensó sus palabras, Giselle llevaba al menos seis meses enferma y más de dos años drogándose con jeringas, pero ahora la enfermedad había desaparecido... considerando que él era mitad Atlante era comprensible que la hubiera curado simplemente compartiendo el lecho. Recordaba que la primera vez que habían estado juntos no se habían protegido como era debido, y Giselle había amanecido al día siguiente llorando por no haberlo prevenido, pero el tiempo pasó y por más que visitaron muchos médicos, se hicieron cientos de análisis, Licer jamás contrajo el virus, es más, era la persona más sana que cualquier profesional hubiera visto. El tener a Giselle a su lado había significado una carga menos, ahora, jamás se hubiera imaginado que con el tiempo terminaría por curarla.
–Te lo debo todo a ti, mi pajarito hermoso –sonrió ella besándole los labios.
–Prométeme que no seguirás con esto –dijo él tomándole las manos–. Promételo.
–Sabes que aunque lo prometa lo haré –replicó soltándose y poniéndose de pie–. No sé por qué insistes con esa estupidez de las promesas, nadie cumple lo que promete... no conozco a nadie que cumpla lo que promete. Excepto tú, claro... pero a nadie más.
–Yo sí –suspiró.
–¿Qué te pasa? –preguntó ella disminuyendo su enfado.
–Nada... lo de siempre, ya sabes, este sentimiento de no pertenecer a la Tierra... pero fuera de eso nada en especial...
–Esta depresión tuya empieza a desesperarme, más fácil pégate un tiro y acaba con tu sufrimiento.
–Yo no puedo morir como tú, yo no puedo y no creo que algún día pueda. ¿Se te borró la cicatriz del hombro?
–Algo, mira –sonrió orgullosa enseñándole una marca en forma de cruz–. Tengo que fumar –concluyó acercándose a la ventana–. Llámame si me necesitas.
Y diciendo esto, Giselle bajó lentamente la pared hasta llegar al suelo, Licer ni siquiera quiso preguntarse cómo se las ingeniaba para hacer cosas como esas estando en ese estado tan elevado y débil.
El Fénix se sumergió en ese mundo de tinieblas y sueños en los que muy pocas veces podía perderse con libertad, en ellos soñaba con aquel glorioso pasado que alguna vez había tenido entre sus manos, alguna vez tantos habían gritado su nombre con respeto, alguna vez todos lo habían mirado con admiración y fascinación por sus grandes habilidades, alguna vez en algún lugar lejano las cosas habían sido mejores y diferentes.
Se puso de pie decidido a no deprimirse; se vistió rápidamente con las mismas ropas andrajosas que estaban cautivas en su armario hacía años, tomó la remera blanca que colgaba junto al uniforme militar condecorado con quién sabe cuántas estrellas de las cuales todo el mundo podía estar orgulloso menos su dueño. Sacó de uno de los cajones de su cómoda un pantalón verde de algodón con algunos parches y otros agujeros, al levantarlo quedo al descubierto la Mágnum 22 con su nombre grabado, un recuerdo de la segunda batalla en México que el comandante Panfray le había dejado por su notable y reconocido valor en el campo de guerra, todos los soldados envidiaban esa preciada arma, pero Licer la había utilizado sólo en esa ocasión, desde entonces llevaba diez años guardada. Al colocarse la remera, el espejo a su espalda reflejó el tatuaje a la altura de los omoplatos: un Yin y Yang como centro de dos fabulosas alas, una emplumada y la otra de Dragón; Giselle lo había convencido para hacérselo, pero a fin de cuentas desde niño siempre había soñado con un tatuaje, y más el Yin y Yang, siempre se había obsesionado con su hermano para tener algo así, ambos lo imaginaban de formas diferentes, pero ese símbolo chino estaba en las mentes de ambos. Para hacer honor a su hermandad se lo había hecho, ya que ambos cumplían años el mismo día, ambos eran la unión de razas diferentes, ambos habían sido elegidos para rescatar a sus pueblos, ambos habían estado juntos desde el comienzo, habían sido inseparables a pesar de ser polos opuestos. Licer se había creído de suficiente madurez mental como para tomar la decisión de un tatuaje, claro que él mismo había tenido que calentar la aguja y la tinta de cierta forma para que así la figura pudiera grabarse en su piel, ya que después de cinco veces que se borrara la tinta, había sido tiempo de tomar medidas drásticas.
Sacudió la cabeza como queriendo sacar los pensamientos que ya creía superados de su mente, bajó las escaleras aun mucho más despacio, recordó con pesar que aun debía preparar la comida, aun estaba a tiempo, después de todo parecía que sin importar la hora en la que sirviera el almuerzo, ellos siempre se sentaban a comer mucho después, no sabía si lo hacían a propósito o porque en verdad habían llegado a odiarse tanto como para ni siquiera desear compartir la mesa en la que comían.
Odiaba vivir así.



Capítulo 2

EL LLAMADO



Mientras cocinaba, ojeaba un cuaderno lleno de escritos y dibujos en lápiz negro, sus padres le habían regalado ese cuaderno siendo pequeño, y en vista de que su hermano no había recibido uno, Licer le había permitido dibujar o escribir en él. No sabía por qué era tan masoquista, sabía que recordar esas cosas lo hería, sin embargo soñaba con el pasado muy seguido.
Su sueño terminó al escuchar movimiento en la sala, dejó hirviendo las papas, cerró el libro, lo dejó sobre la mesada muy lejos de cualquier cosa que pudiera dañarlo y se encaminó al lugar de los ruidos. Allí encontró una gran sorpresa, se encontraban nada más ni nada menos que tres de los ancianitos a los que cuidaba hacía cincuenta años. Melisa batallaba con otra anciana de cabellos blancos muy largos y camisón, ambas discutiendo y manoteándose entre si por el control remoto. Un anciano las miraba y se reía mientras hacía el esfuerzo sobrehumano por acercarse al televisor y cambiar de canal manualmente, ya sin cabello y manchas en la cabeza se movía en una silla de ruedas lentamente hacia su meta.
–¿Se puede saber qué está pasando aquí?
–¡No me quiere dar el control! –replicó la anciana de cabello largo señalando a Melisa de forma acusadora.
–Sí, de eso ya me di cuenta. Qué hacen los tres juntos es lo que me pregunto.
–¡OH!, eso era. Teníamos ganas de ver la televisión, pero no nos ponemos de acuerdo para ver un programa. Yo decía, ver mi novela ¡son los últimos y conmovedores capítulos!
–¡¡Eso es demasiado cursi!! –replicó Melisa–. Están pasando en este preciso momento Clínica Veterinaria, las actuales son muy diferentes a lo que alguna vez existió, además tengo que ver si encontraron al señor Jekil.
–¿El señor Jekil? –cuestionó Licer.
–Sí, mi gato, ¡niño! ¡El negro con manchas naranjas!
–Eso era un peluche, mamá.
–¡Oh! Igual, quizás lo encuentren.
–Pero en dos minutos pasarán el mundial de fútbol del 86 –replicó el hombre en la silla de ruedas–. Hoy en día no hay fútbol, ¡sería un crimen perderse algo tan trascendental!
–Pero ese año ganó Argentina –replicó Licer.
–Fútbol es fútbol, sea argentino o no.
Se desencadenó otra lucha por el control remoto, sin embargo finalizó cuando Licer lo atrapó con facilidad y marco el canal 20, empezaba la música y la imagen del cielo que se abría en forma de caricatura, la clásica melodía de los Simpson dejó a los ancianos callados para el resto del día, se acomodaron bien en el sillón, Licer subió el volumen del televisor y se llevó consigo el control remoto, aunque sabía bien que poner ese dibujo dejaba a los cuatro prácticamente hipnotizados, aquello al menos lo dejaría cocinar en paz. Regresó a la cocina, pero ni siquiera pudo darse el lujo de seguir leyendo, gritos, risas desaforadas que venían del living ¿no podían ver en paz la televisión? Histéricos, se comportaban como si nunca hubieran visto el maldito programa. Una hora después la puerta se abrió dejando pasar a aquel hombre en silla de ruedas. No tenía cabello en la cabeza llena de manchas por la vejez, afortunadamente podía moverse en una silla automática que habían podido conseguirle años atrás. Era difícil pensar que aquel malhumorado era Dante, aquel joven enérgico y tan alegre, aquel que se había convertido por un corto periodo de su infancia en un padre.
–¿No vendrás a ver la televisión con nosotros? Resulta que enganchaste una maratón –dijo acercándose hasta el escritorio–. Ah por cierto, Diego no quiere tomar sus medicamentos, tratamos de convencerlo pero se encerró en su habitación y no quiere salir.
–Típico –susurró Licer–. Iré a verlo ahora, no creo que vaya a ver la tele con ustedes, aun no termino de preparar la comida.
–Bien, entonces ve y sácalo de su cueva.
Las últimas palabras las dijo con su típico y ya despreciable mal humor de siempre, Licer aún no sabía cómo no terminaba ahorcándolo.
Utilizó algunas de sus habilidades para abrir la puerta cerrada con llave de la habitación de Diego. Allí recostado en la cama se encontraba un anciano de noventa y cuatro años leyendo la famosa novela “Sherlock Holmes” de Conan Doyle, que por cierto era el único ejemplar que quedaba en todo el mundo.
Diego, aquel hombre que lo había adoptado como su hijo por un tiempo, que le había salvado la vida… le había costado tanto rescatarlo junto con Victoria (su mujer) en cuanto pudo ir a por ellos.
Licer sacó del cajón de la mesa de luz un frasco lleno de pastillas rojas, extrajo dos y se las entregó al anciano, quien de muy mala gana se las tragó haciendo un berrinche.
–¿Podrías dejar de hacerte el tonto? –exclamó sentándose en la cama–. No puede ser que siempre sea yo el que te “recuerde” tomarlas.
–Son una basura –tosió Diego.
–Basura que te mantiene vivo –replicó. Suspiró y lo miró triste–. ¿Acaso quieres morir? ¿Quieres dejarme solo?
Diego le sonrió y le palmeó la cabeza, con un poco de esfuerzo consiguió sentarse, dejó el libro a un lado y apoyó la espalda en el respaldo de la cama.
–¿Nunca te preguntás cómo le estará yendo a tu hermanito? –preguntó tocando la piedra que colgaba del cuello del joven. Era una obra maestra que ya no se veía y no estaba seguro que alguna vez se hubiera visto en la Tierra. Un hermoso rombo color rojo que brillaba, colgaba de un hilo negro del cuello del muchacho desde que regresara de Lang–. Lo que me contaste, es increíble. ¿Seguirá con el cuerpo de un niño de dieciséis años?
–No lo creo –contestó con poco interés–. Él envejece, lento, pero lo hace. Algún día morirá, pero yo no.
–Estas viendo otra razón de por qué fue un error volver. Allá todos eran como vos, o al menos parecidos, nadie te abandonaría, nadie morirá... ¿por qué regresaste?
–Ya te lo dije.
–Repetimelo. Soy viejo y la memoria me falla.
–¡Ay! ¡Eres insoportable! No trates de buscarle un doble sentido a mi comportamiento porque no lo tiene ¿sí? –se levantó furioso y empezó a pasarse por toda la habitación–. Tú no entiendes nada, cuando me fui me trataron de monstruo y ahora que regresé me tratan de idiota ¡por no haberme quedado en Lang! ¡¡Denme un maldito respiro!! Regresé porque creí tener una misión aquí, ¡¡creí que podía cambiar las cosas!!
–¿Creíste?
–¡Sí! ¡Lo creí!, ¡pero me di cuenta que no es posible! Me di cuenta apenas puse un pie en este maldito planeta. Ustedes, ustedes no tienen solución.
–¿Quiénes somos nosotros?
–¡Ah! Los humanos, Diego, ¡los estúpidos humanos! Te diré algo ¡¡el mundo de los hombres no fue hecho para compartirlo con los de su propia especie!! –exclamó señalándolo acusadoramente, y entonces se quedó quieto y en silencio. ¿Qué había dicho?–.  Perdóname…
–No, no hay nada que perdonar. Por una vez estás diciendo la verdad.
–¡Yo no miento!
–No, pero sí te engañás. ¿Por qué no lo reconocés? No hay un solo día que pasa que buscás una excusa para volver a Lang, pero no lo hacés por nosotros. Dejanos, Licer, de todas formas ya estamos muertos. Gane quien gane la guerra, nosotros seguiremos muertos.
–No puedo dejarlos, no puedo, ¿crees que no lo he intentado? Pero no puedo, no está en mi abandonar a la gente, sea buena o mala, amiga o enemiga, no soy así.

~oOo~


Por la mañana, gris como todos los días, no tuvo deseos de salir a correr. Simplemente se vistió perezoso y bajó las escaleras restregándose los ojos adormilados, la noche anterior había dormido tan pero tan bien. Había soñado con la criatura más hermosa que jamás hubiera visto: una hermosa muchacha de cabellos tan rojos como el fuego, unos gatunos ojos marrones, una figura esbelta que hipnotizaba, unas orejas de gato en la cabeza, una cola rayada y tres rayas oscuras en cada mejilla. “Nara.”
Atravesó la sala y se inclinó frente a la puerta, en donde se encontraban unas pocas cartas.
Aun era demasiado temprano como para que los otros cuatro dieran señales de vida, de modo que aprovechó los cortos minutos de paz para desayunar tranquilo. Escuchó pasos en la sala, estiró el cuello y vio a Melisa desplazándose sigilosamente hacia el televisor. Sabiendo lo que correspondía, Licer preparó el te verde y se lo llevó junto con el azúcar y el termo con agua caliente. Como regalo extra le llevó el control remoto que había escondido el día anterior. Una hora de dramas y tragedias paso taladrando la cabeza de Licer, hasta que por fin Melisa se dignó al momento cultural e informativo del día, puso el canal de las noticias y se deleitó con guerra, guerra, más guerra y un toque de guerra.
–Mira –señaló ella al momento en que el canal presentó un boletín de último momento–. Otro asesinato... qué horror...
–Este debe ser el cuarto –dijo Licer–. La policía es inútil, les dejó pistas antes de matar, pero nunca las descifraron a tiempo. Parece que mata al azar, pero no sé, los raros símbolos que deja son la única manera de prevenir los asesinatos, pero de nada sirve si no se entienden
En los últimos cinco meses había horribles crímenes, todos aparentemente por el mismo asesino que hasta el momento no había sido encontrado. Claro, cuál era el problema de algo así en un mundo en donde pasaba normalmente la guerra. Bueno, las victimas no eran tan al azar como muchos trataban de creer. Siempre se trataba de personas importantes e influyentes que ¡oh! casualidad estaban a punto de llegar a un acuerdo para terminar con la guerra. Mientras más muertes tan calculadas y burlonas hubiera, la guerra se acrecentaba.
–Tanto problema por una sola persona –dijo Melisa cambiando de canal–. Oh, Diego, buenos días tenga usted.
–Buenas –saludó Diego acercándose al sillón. Licer lo ayudó a sentarse–. Dante y Vicky venían detrás de mí. Supongo que quieren desayunar juntos.
–Ya en serio, ¿qué quieren ver en la tele y no se ponen de acuerdo? –rió Licer.
–¡Te digo la verdad, niño! Quieren que desayunemos todos juntos. Sugiero que vayás y preparés el té.
–No es una buena broma.
–Yo no hago bromas.
–Si llega a ser mentira te quito tu bendito libro.
Un poco confundido preparó una tetera llena. Puso el mantel, las tazas y demás en aquel comedor que hacía años no se usaba. En vista de que cada uno hacía su vida, siempre comían o en sus habitaciones o en la cocina, por lo que la mesa grande nunca se usaba. Pero ahora estaban los cuatro en una misma mesa, ¡desayunando y milagrosamente conversando entre ellos! Licer no daba crédito ni a sus ojos ni a sus oídos. ¿Le estarían tomando el pelo? Si eso era, lo hacían muy bien. ¡Era el desayuno más agradable que habían tenido en años! Después de unos minutos supo a quién darle crédito: Diego. Seguramente lo hacía a modo de agradecimiento por no abandonarlos cuando siempre había tenido la oportunidad.      
–¿Licer? ¿Estás bien? –le preguntó Victoria palmeándole el hombro.
Licer miraba fijamente la cuchara que se le había caído al suelo… porque mientras el objeto caía no había visto una sencilla cuchara, sino… algo totalmente diferente. Había visto una espada. No cualquier espada, la espada que Ian le había obsequiado el día de la coronación.
–Yo… sí, sí –sonrió algo incómodo–. Soñaba despierto, perdón.
–¿Seguro, hijo?
–Seguro… seguro.
No estaba seguro.
Siempre recordaba cosas del pasado, cosas de años atrás, siempre anhelaba la presencia de personas que nunca podrían estar allí… pero jamás alucinaba, eso nunca le había ocurrido.
El desayuno transcurrió con calma y armonía, de hecho el día se presentaba muy agradable. Sus padres, los dos pares, estaban poniendo un gran empeño para convivir y llevarse bien. Cada uno estaba viejo y enfermo, razones suficientes para ser personas hurañas y odiosas, pero de repente hacían el esfuerzo para estar bien y que la casa no fuera un asilo de enfermos como todo el refugio decía.
Era un buen día, como si se creara una brecha. Y sin embargo, Licer estaba intranquilo.

Lasylar…

Alzó el rostro mirando hacia arriba, dejando de intentar salvar el jardín trasero como hacía todas las tardes. Llevaba las manos enguantadas, transplantaba flores y removía la tierra. Le gustaba la actividad… pero se había detenido al escuchar aquello. Al escuchar un llamado como el que no escuchaba desde que era un niño. Ese llamado que… que lo había perseguido y acosado de pequeño y adolescente, que sólo había callado cuando llegara a Lang.

Lasylar…

¿Pero por qué? Ian era Lasylar, había resultado serlo… ¿por qué tenía que escuchar ese llamado? ¿O acaso lo estaba imaginando? ¿Acaso su molestia y anhelo se estaban volviendo una obsesión? ¿Acaso comenzaba a alucinar?
Regresó la mirada a la tierra y arrojó la palita que sujetaba cuando en lugar de una herramienta de jardinería vio el mango de una espada. Se quitó los guantes y se llevó las manos a los ojos, apretándose los párpados y comenzando a temer por su salud mental. ¿Era posible? ¿Era posible que finalmente se estuviera volviendo loco? Casi todos los soldados con los que él había servido tenían estrés post-traumático, casi todos se habían vuelto locos, se habían suicidado o simplemente… Nada, ¿era descabellado creer que por ser un Fénix no sufriría ciertos delirios eventualmente?
–No, no… no me puede pasar a mí.
Quizás era un mal día, quizás… quizás simplemente la nostalgia le estaba pegando más fuerte ese día.
Pero todo el día las alucinaciones siguieron, las voces se volvieron cada vez más intensas y la misma sensación que había experimentado de adolescente volvía a palpitar en su pecho. Para el final del día llegó a la conclusión de que… o se estaba volviendo loco o Lang estaba demandando su presencia como la primera vez. Pero… ¿por qué?

–Tenés que volver –le dijo Diego con una gran sonrisa esa noche. Era la única persona con la que se atrevía a compartir algo como eso–. Es clarísimo lo que sucede, tenés que regresar.
–O quizás tengo que empezar a medicarme –replicó frotándose la frente–. Es que no se detienen, los escucho constantemente y todo el tiempo veo la espada… esa espada, no otra, sólo esa.
–¿La de tu hermano?
–Sí…
–¿La que está escondida en tu pieza? –le sonrió cada vez más emocionado el anciano–. La vi hace mucho. Nunca la toqué, pero me gustaba verla.
–Bueno… sí, esa.
–¿Y sigue sin parecerte obvio que tenés que regresar?
–Papá… –suspiró Licer con cansancio dejándose caer a su lado en la cama–. Me estoy volviendo loco.
–No, Licer… escuchame: si estuvieras soñando con la que era tu espada en esos días, entonces sería claro que estás delirando por la nostalgia. Pero no es el caso. Ves la espada de tu hermano, que te regaló, pero igual la relacionás con él ¿verdad?
–Bueno… sí.
–A mí me parece que alguien o algo… o quizás vos mismo, te está diciendo que tu hermano te necesita.
Palabras tan sencillas que nunca se habían cruzado por la cabeza de Licer.
Había imaginado que estaba loco, que quizás algo estaba trastocado con su cabeza o simplemente que las voces de su infancia tenían ganas de molestarlo. Pero nunca se le había ocurrido que quizás, a cientos de años luz de allí, en otra galaxia, en otro mundo, en otra dimensión quizás… Ian podría necesitarlo.
–Licer –susurró Diego acariciándole los cabellos–. ¿Nunca te pusiste a pensar que ustedes eran dos?
–No soy tan tonto, pá. Sé que éramos dos –protestó mirándolo casi como un niño.
–Ya sé... quiero decir que, por las cosas que me contaste, las cosas que escuchaste toda la vida y lo que terminó sucediendo: me suena a que ese mundo, esa gente, todo en general esperaban a una sola persona. A Lasylar ¿cierto?
–Sí –contestó algo inseguro sin saber a qué quería llegar con eso.
–¿Entonces por qué los dos por igual escuchaban el llamado si al final tu hermano resultó ser Lasylar?
Licer abrió la boca… pero no supo qué responder. En su momento había pensado que… no, en realidad no había encontrado explicación. Simplemente se había dejado llevar. Desde el momento en que pisara Lang años atrás, había sido devorado por hechos que lo llevaban a actuar, a defenderse, a aprender y simplemente vivir, pero nunca a detenerse a pensar en ello. Sólo… sólo había sucedido.
–No lo sé –contestó entonces.
–Entonces, capaz tendrías que plantearte que después de todo… algo está tratando de que volvás. Fueron dos, se quedo uno… falta uno.
Licer no contestó.

~oOo~

      
Pasó tres noches sin poder conciliar el sueño como antes lo hacía. Imágenes se repetían una y otra vez, no sólo en sueños sino aún cuando estaba despierto. Llegó un momento en que abrió el armario y rebuscó entre las frazadas y ropas hasta sacar un largo lienzo que envolvía un objeto, desenvolvió la espada que alguna vez había sido de Ian y la contempló casi esperando respuestas.
Frunció el ceño… porque algo era diferente en Nógard, o al menos así lo sentía. La sacó del armario y la blandió, de un lado al otro, hizo un par de estocadas y despacio la apoyó en el suelo. Se sentía igual de ligera, el filo seguía implacable como el día en que Ian la esgrimiera frente a él y brillaba como si no hubiera pasado un día.
–¿Entonces qué es? –se lamentó con molestia sentándose en la cama.
Sudaba, se frotó la nuca sintiendo que sudaba frío. Estaba incómodo, todo el tiempo incómodo y molesto. Irritable y con poca paciencia.

Lasylar…

–Basta.
Ni siquiera cuando era niño había escuchado las voces con tanta fuerza, sentía que lo estaban aturdiendo. Era como tener bocas a su alrededor y todas hablaban al mismo tiempo. Escuchaba susurros constantes, escuchaba ese llamado… molesto, tan molesto. Y ellas sonaban tan urgidas, tan desesperadas porque les prestara atención… mucho más que cuando era niño.
Miró hacia la ventana al escuchar el clásico trepar de Giselle por la enredadera de la pared de madera. La vio pasar por la ventana y sonreír ante la sorpresa de ver la espada.
–Oh… qué… ¿bonita? No sé cómo se le dice a algo así –sonrió ella sentándose a su lado–. ¿Qué ocurre? Se te ve agitado.
–Estoy algo confundido –contestó regresando la mirada a la espada–. Muy confundido a decir verdad. Siento que… y mi padre insiste en ello… siento que debo regresar.
–¿Regresar? –rió ella un tono de voz más alto de lo que Licer consideró normal–. ¿A dónde?
–A casa… a… ya lo sabes. Allá.
Giselle se puso de pie, Licer la notaba nerviosa. No del tipo de nervio y ansiedad que conocía cuando estaba con síndrome de abstinencia, sino… como cuando él descubría sus escondites secretos de droga. Como si le estuviera contando algo realmente incómodo para ella.
–Pero, ¿para qué? Digo, te fuiste, ya está. No serviría de nada que regreses. Y además tienes a los viejos que cuidar. No sobrevivirían ni un día sin ti, estarían muertos. Y nadie cuidaría de ellos. ¿Regresar? ¡Es ridículo! ¿Oyes lo que dices? Ridículo, no, no, no, ridículo. Te lo digo, es un sin sentido. Sin sentido, eso. Te lo digo, Licer, sin sentido.
–Giselle… ¿qué te pasa? –preguntó sorprendido.
–¿A mí? ¿A mí qué me pasa? No me pasa nada, yo nada, estoy perfecta. Si te dije, estoy bien. Eres tú el que no está bien. Porque estás deprimido. Eso, deprimido. Te pones así todos los años. Pero ya se te pasará. Es la nostalgia, sí, la nostalgia y se te va a pasar. No vas a querer regresar…
Licer dejó de prestarte atención para pasar a verla con otros ojos. Primero las voces y ahora esa incomodidad en ella ¿qué estaba pasando? ¿Qué había comenzado a moverse? ¿Qué rueda había comenzado a girar?

Lasylar…

Mientras Giselle seguía balbuceando y atropellándose con sus propias palabras, Licer se levantó y guardó la espada en donde debía estar, giró y miró hacia el espejo de cuerpo entero que tenía en la puerta de la habitación… y hubiera jurado que por un segundo no era su reflejo el que le devolvía la mirada… sino la misma persona que había visto en el espejo en la torre del Hechicero en Xínef cincuenta años atrás.
–¿Licer? ¿Me estás escuchando? Es importante que entiendas que…
–Calla.
Fue hacia el espejo y quedó de pie frente a él.
Algo no estaba bien.
–Es que no tiene sentido que regreses –insistió ella.

Lasylar…

Las voces no se callaban, no se callaban. El llamado era fuerte, era demasiado insistente, era hasta ensordecedor. Una detrás de otra lo llamaban como si acaso él fuera Lasylar… o quizás…
–Como si Lasylar me necesitara –susurró apoyando una mano en el espejo.
Sintió en ese momento un tirón en el brazo, Giselle tiraba de él desesperada, luchando para que apartara la mirada del espejo. Por supuesto, la fuerza de una humana jamás podría hacerlo moverse ni un centímetro, pero era su empeño incansable lo que lo tenía desconcertado. Y por alguna razón se concentró en esa cicatriz en forma de cruz que tenía en el hombro. Alguna razón tonta le había dado para explicarla y él la había descartado, pero de repente todo parecía estar relacionado.
–¿Por qué no quieres que regrese? –preguntó entonces con seriedad.
–¿Yo? ¡Me da igual! Yo sólo digo que es en vano –contestó a la defensiva.
–Giselle… sabes que no me gusta cuando mientes. ¿Por qué no ibas a querer que regrese? ¿Qué está pasando?
Ella estaba quieta pero a la vez temblorosa, miraba en varias direcciones como si quisiera escapar, pero sabía bien que era en vano. Sin importar lo rápido que se moviera, Licer sería mucho más veloz y la alcanzaría.
–¡Habla!
Ella gritó asustada al sentir algo de calor en esas manos que la sacudían sujetándola por los brazos.
–¡No debes volver! ¡Ellos dijeron que no debes volver porque serás un estorbo!
–¿Qué? ¿Quiénes?
–¡No sé, no sé, no sé! ¡No sé quiénes eran! ¡Se aparecieron en mi espejo! ¡Yo no quería! ¡Pero me obligaron, me obligaron una y otra vez! ¡¡YO NO QUERÍA!!
Licer no entendía o no quería entender. Estaba perplejo, había esperado cualquier cosa, lo que fuera, menos una respuesta como esa.
–¿Qué te obligaron a hacer? Contéstame, por favor. Giselle, es importante.
Ella sollozaba y trataba de desmoronarse sobre sus rodillas, pero Licer no la soltaba, prácticamente la mantenía en el aire.
–Q-querían… querían…  ver tu collar.
–¿Mi collar? ¿Por qué?
–¡No sé, te digo que no sé! Yo no quería, tenía mucho miedo. Pero hicieron algo, me hicieron algo y no podía decir que no ¡perdón!
Licer no siguió prestándole atención a su llanto. La soltó y Giselle cayó al suelo en un ataque de lágrimas. Licer se quitó el pendiente del cuello y lo analizó con más cuidado… pero no podía entender qué estaba mal con él. Además… ¿quiénes eran aquellos que se presentaban en un espejo? Sonaba como algo que perfectamente sucedería en Lang. Quienes fueran, ¿se habían conformado con ver el pendiente? ¿Y por qué querían verlo? ¿Para qué? ¿Y por qué el empeño en que no regresara?
“Han estado vigilándome… cerciorándose de que me quede aquí y que no se me ocurra regresar”.
Cada vez que había tenido el impulso por volver, cada vez que había creído que sería lo correcto… allí había estado Giselle para decirle que no tenía sentido, que su hermano no lo recibiría bien, que había pasado demasiado tiempo y quién sabe cuántas excusas más. Siempre había recurrido a ella para hablar de esos temas… y por ello siempre había desistido de regresar.

Lasylar…

–Ian… Ian está en peligro.
No tuvo que pensar más, el ser consciente de esa sencilla pero peligrosa realidad le bastó para ponerse en movimiento.
Giselle lo vio meter la espada en una vaina que se colgó de la espalda, ponerse los borceguís y sacar una larga bufanda del armario.
–¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo? –lo llamó asustada–. Licer… ¡Licer, no puedes ir! ¡Licer!
Él no le prestó atención, salió rápidamente del cuarto, corrió por el pasillo y entró en la habitación de Diego. El anciano levantó la mirada de su libro y al verlo tan equipado… sonrió. Licer sintió que perdía todas las ganas de irse, fue a arrodillarse al lado de la cama y sujetar las manos de su padre.
–Andá –le sonrió el hombre acariciándole los cabellos–. Andá, por favor.
–¿Cómo voy a vivir sabiendo que los dejé solos?
–Licer… ¿cómo esperás que yo siga medicándome y sonriendo, cuando veo que se te va la vida en este mundo de mierda y cuidando de cuatro viejos? Hijo… quiero que seas feliz, y me destruye que no me colabores en eso.
Licer lo miró sorprendido. ¿Por eso siempre se “olvidaba” de tomar las pastillas? ¿Por eso siempre estaba tan huraño? ¿O acaso para los otros tres era lo mismo?
–Somos, a fin de cuentas, tus padres. Queremos que seas feliz, que tengas una vida de verdad. No esto, esto no es vida. Y estamos cansados de vivir –le sonrió nuevamente con cariño–. Ya estamos viejos, enfermos, lisiados… ya está, ya está para nosotros.
Licer no lo dejó continuar, lo abrazó con fuerza mientras contenía las lágrimas. No quería pensar que había hecho mal todos esos años, no quería pensar en nada más que en el amor que sentía por sus padres. Debía ser la persona más afortunada del universo, no tenía un padre y una madre, tenía tres pares… y dos de ellos estaban del otro lado y hacía cincuenta años que no los veía.
Estrechó fuertemente a Diego y suspiró.
–No te despidás de los demás.
–¿Qué? ¿Por qué? –preguntó extrañado, carraspeó tratando de que la voz no saliera más temblorosa.
–Porque no van a tener la fortaleza de dejarte ir. A mí me está costando, y eso que llevo años echándote. Vaya, hijo, vaya.
Licer asintió pero no pudo moverse de inmediato. Respiró hondo, besó la frente de Diego y salió del cuarto cerrando tras de sí.
–¡Licer!
Giselle salía de su habitación, pero nuevamente él la ignoró y bajó las escaleras rápidamente. Pasó por la cocina para sacar un cuchillo de cortar carne y salió al patio trasero. Respiró hondo y miró hacia el cielo oscuro y siempre nublado por gases, contempló la cara trasera de la casa… desvencijada y abandonada, una especie de hogar durante esos años en la Tierra. Se le hacía difícil, casi sentía que  no funcionaría. Nunca lo había hecho, Ian había abierto el portal que los llevó a Lang por primera vez.
–¡Licer, no, no! ¡No puedes irte! ¡NO!
Agradeció la insistencia de la muchacha… porque fue gracias a ello que se convenció de que realmente tenía que irse. Deslizó el filo por su muñeca en un corte diagonal y derramó un hilo de sangre, respiró despacio y se concentró mientras dejaba caer la sangre. No sabía en qué pensar, pero sólo… sólo se dejó llevar.

Lasylar…

Lang le mostraría el camino.
De un momento a otro, la sangre brilló de blanco, cada vez más intenso hasta que se convirtió en un enorme círculo brillante que iluminaba todo el jardín.
Las personas del refugio se asomaron por sus ventanas a mirar de dónde provenía la intensa luz. No era un resplandor como los que emitían los reflectores de los helicópteros, no, era algo sumamente hermoso, puro. Algo tan bello que regocijaba el alma atormentada de todos los humanos...

Lasylar… Lasylar…

–Ya voy, Ian. Ya voy.
–¡LICER, NO, POR FAVOR!
Él miró hacia atrás sólo por un momento mientras sus ropas y cabellos se agitaban furiosamente por la energía del portal, le sonrió y negó con la cabeza, y luego simplemente se dejó caer hacia adelante para ser absorbido por el portal.


Continuará...